Una de las situaciones más incómodas de la vida moderna, es coincidir en un determinado trayecto con alguien conocido, cada uno manejando su auto.
En el primer semáforo saludás alegremente, con las limitaciones que impone la separación física y las coyunturas temporales (que se pone en verde, que cruza un perro, etc.).
En el primer semáforo saludás alegremente, con las limitaciones que impone la separación física y las coyunturas temporales (que se pone en verde, que cruza un perro, etc.).
En el segundo repetís el saludo con algún ademán medido. Al tercero empezás a desviar la vista, pretendiendo atender a circunstancias del tránsito o a las largas piernas de alguna señorita. Al cuarto llegás pidiendo por favor que tu acompañante prenda la luz de giro y desvíe su trayectoria. Cuando esto no ocurre, llegás al quinto semáforo con un incontenible deseo de hacer lo que impunemente hacés en todos los semáforos, y ahora, muy careta venís reprimiendo… sí… hurgarte la nariz…
Cuando por fin los caminos se bifurcan tocás un bocinazo de despedida, aliviado, esperando no cruzarte con ninguna otra patente que te suene familiar.
Cuando por fin los caminos se bifurcan tocás un bocinazo de despedida, aliviado, esperando no cruzarte con ninguna otra patente que te suene familiar.